Uno no tiene que retroceder tanto. Los debates de Kennedy-Nixon siguieron la fórmula tradicional del debate. Hubo declaraciones, luego la oportunidad de interrogar al orador sobre sus declaraciones, terminando con una nueva reafirmación de sus opiniones. Fue un gran debate. Las personas que escucharon en la radio respaldaron a Nixon, las personas que vieron en la televisión favorecieron a Kennedy.
Fue debido a que fue una elección tan cerrada, en parte determinada por los debates, que una actuación de debate tan exhaustiva y profunda nunca más se le permitió al público estadounidense. Ambas partes estaban convencidas de que los debates marcaron la diferencia. Después de los debates de Kennedy-Nixon, los siguientes debates fueron entre Jimmy Carter y Ronald Reagan, 16 años después, al público le gusta la idea, a los políticos les gusta el formato.
En nuestro día actual de reality TV, un debate serio pero informativo, simplemente no se venderá. Los debates son un campo de relaciones públicas en el que lo mejor que puede hacer un candidato es no hacer daño. Informar a la población simplemente ya no es su propósito. Puede cambiar, sí, pero solo cuando la gente lo exige y está dispuesta a apagar esos debates que ellos ven como nada más que un escaparate.
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